viernes, 21 de septiembre de 2007

A propósito de la celebración de las Fiestas Patrias de nuestro país, recordé un problema que le oí mencionar a un compañero de colegio hace unos cinco años. Dicho personaje, caracterizado por su “conciencia social”, planteó su preocupación por la situación de aquellas familias de escasos recursos que recibían sólo el ingreso del jefe de hogar, y éste dilapidaba todo o parte importante de su sueldo en las festividades de septiembre (principalmente en el consumo de alcohol), dejando a su familia en la más triste de las miserias por el resto del mes. Además, proponía como solución que el gobierno administrase el ingreso de las familias en tal situación durante el mes de septiembre para evitar las nefastas consecuencias para la economía del hogar de un consumo desenfrenado en la conmemoración de la Primera Junta Nacional de Gobierno. Sin embargo ¿es legítimo que el Estado interfiera en cómo un ciudadano particular administra sus recursos? ¿Es aceptable tal conducta para garantizar que los inocentes miembros de un grupo familiar liderado por un alcohólico puedan satisfacer sus necesidades más elementales?
Desde luego, muy pocas personas estarían dispuestas a rebatir la intuición que sostiene que el dinero otorga más libertad a las personas, en cuanto permite eliminar la interferencia en el acceso a los distintos bienes o servicios que deseamos o necesitamos (interferencia realizada por los dueños de dichos bienes y servicios respaldados por el Estado). En efecto, el dueño de un bien cualquiera, en una economía monetizada como la nuestra, estará en casi todos los casos dispuesto a entregar dicho dominio a cambio de una determinada cantidad de dinero. Pero, si el Estado interfiere en la administración que las personas hacen de sus propios ingresos, las está privando de su libertad al invadir esa esfera de no interferencia compuesta por su derecho de propiedad sobre éstos. En este mismo sentido, la primera generación de Derechos Humanos estuvo destinada precisamente a limitar el ámbito de intervención del Estado en la vida de las personas, cuyos ejemplos más relevantes son el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad (y sus derivados como la inviolabilidad del domicilio). Además, desde esta perspectiva, si el Estado administra los recursos de un particular contradice el elemental principio de que la mejor persona para saber qué es lo que nos conviene es uno mismo, esto es, está negando la autonomía de la persona humana. En efecto, si así no fuese, el Estado podría decidir por mí siempre alegando mi incapacidad o falta de razonabilidad. Y el defecto de esta forma de paternalismo estatal es que nada me asegura que si yo fuese razonable o capaz escogería exactamente lo mismo que el Estado elige para mí.
No obstante lo anterior, una objeción salta a la vista inmediatamente. ¿Se puede decir que alguien que tiene dinero, pero no lo administra adecuadamente por carecer del adiestramiento cultural necesario para ello, tiene una libertad valiosa? En efecto, sólo asumiendo que un individuo tiene un adiestramiento cultural básico (como pudiera ser, por ejemplo, una enseñanza media completa de calidad) para administrar eficientemente sus recursos puede sostenerse que mientras más dinero tenga será más libre. Porque ¿de qué me sirve tener más dinero si lo malgasto inútilmente? Y el problema se agrava aún más si consideramos que es muy poco probable que alguien que tenga suficiente dinero pero carezca de dicho bagaje mínimo, invierta para adquirirlo. Vale la pena detenerse en este punto. Afirmar que necesitamos de un piso educacional mínimo en todos los ciudadanos es excedernos de la libertad “negativa” (ausencia de interferencia deliberada de una voluntad distinta a la propia). Pero es un presupuesto para que la posesión de dinero verdaderamente implique más libertad. Por lo mismo, parece más conveniente y legítimo asegurar a todos ese nivel de entrenamiento básico (que permite excluir decisiones completamente irracionales económicamente hablando) para que cada quien escoja a su libre arbitrio la manera de gastar su dinero.
Volviendo al problema inicial, bien pudiera sostenerse que hay dos asuntos distintos. Primero, la ineptitud del jefe de hogar para administrar el dinero. Segundo, la desprotección material en la que quedan él mismo, su esposa e hijos como consecuencia de tal ineptitud. El primer punto no puede ser solucionado sin algún grado de intervención estatal, porque alguien que carece de un adiestramiento elemental no podrá por sí solo adquirirlo por carecer de estímulos para ello. En cuanto al segundo punto, hay que distinguir entre el jefe de hogar, la esposa y los niños. En cuanto al primero, él mismo escogió su perdición. En la medida que su decisión fue libre, las perniciosas consecuencias que se sigan de ésta no amerita una intervención del Estado respecto de su bienestar material (otra cosa es si el Estado debiera o no otorgar asistencia de alguna clase para superar la adicción al alcohol). En cuanto a la esposa, que nada tuvo que ver con la decisión de su marido, es una víctima, pero al menos teóricamente podría independizarse y abandonar a su cónyuge. Pero el punto crítico son los hijos. Ellos no intervinieron en la fatídica decisión de su progenitor. Ellos no deciden permanecer con él, porque su madre decide por ellos. En definitiva, por mero azar les tocó nacer en una familia con un padre alcohólico, descuidado o simplemente irresponsable. Es por personas como ellos que el Estado debiera intervenir, no en la administración del ingreso, sino creando un mecanismo para satisfacer sus necesidades más básicas (alimento, abrigo, salud, etc.), en cuanto carentes de toda responsabilidad de la debacle económica y cultural de su núcleo familiar.
En conclusión, si consideramos valiosa la libertad negativa y deseamos promoverla, se requieren a nivel global, una esfera sagrada de no interferencia del Estado (dentro de la cual estaría la administración de los ingresos propios), una adecuada distribución del ingreso (que asegure un poder adquisitivo mínimo para eliminar interferencias, y por ende dar más libertad) y un estándar educacional básico en todos los ciudadanos para asegurara así un mínimo de racionalidad en la administración de los recursos y por ende una mayor libertad para todos los ciudadanos.